Nuestra prioridad personal es siempre lo eterno: Porque sabemos que si nuestra morada terrestre, este tabernáculo, se deshiciere, tenemos de Dios un edificio, una casa no hecha de manos, eterna, en los cielos. Y por esto también gemimos, deseando ser revestidos de aquella nuestra habitación celestial (2 Corintios 5:1-2).
Pero no quiere decir que menospreciamos el mundo y nuestros cuerpos: Es necesario que todos nosotros comparezcamos ante el tribunal de Cristo, para que cada uno reciba según lo que haya hecho mientras estaba en el cuerpo, sea bueno o sea malo (2 Corintios 5:10). Los cristianos no negamos el mundo y lo corporal sino que reconocemos su relación con lo eterno y los utilizamos para dirigir la atención a la gloria eterna. Por eso Pablo y sus compañeros se ven como embajadores de Dios que ministran aquí en la tierra, sirviendo y sufriendo por su reconciliación por medio de Cristo (2 Corintios 5:16-21).
Es precisamente por eso que Pablo y sus compañeros tienen que sufrir; son embajadores de Dios en un mundo que persiste en rebelión, que no se ha reconciliado con él. Y en vez de menospreciarlos por esta falta aparente de gloria, los corintios deben amarlos más (2 Corintios 6:11-13) y participar con ellos, no en unirse con el mundo sino por limpiarse de toda contaminación de carne y de espíritu, perfeccionando la santidad en el temor de Dios (2 Corintios 6:14 – 7:1).
Por eso, los corintios deben arrepentirse igual como hicieron en la carta previa (2 Corintios 7:8-12). Pero esta vez, deben arrepentirse del menosprecio con que han considerado a Pablo y a sus compañeros: Admitidnos: a nadie hemos agraviado, a nadie hemos corrompido, a nadie hemos engañado. (2 Corintios 7:2; vea también 6:11-13). Y al corresponder el amor que Pablo tiene por ellos, todos pueden disfrutar la consolación de Dios en su relación restaurada (2 Corintios 7:3-7, 13-16).
Para resumir, la cruz de Jesucristo ha cambiado por completo la relación entre el cielo y la tierra. Pablo, sus compañeros, los corintios y nosotros los cristianos somos una nueva creación con la ciudadanía en los cielos. Nuestras palabras y forma de vivir deben proclamar al mundo: Reconcíliese con Dios. No debemos (como los corintios hizo a Pablo) menospreciar a los siervos de Dios por su pobreza, sus sufrimientos, su falta de una retórica pulida ni su falta de las muestras del éxito mundano. En cambio, debemos arrepentirnos de nuestro aprecio de las vanidades lucientes del mundo para identificarnos con nuestros consiervos en amor.
Y este entendimiento sirve de entrada para capítulos 8 y 9. Si pensamos de acuerdo con la gloria eterna, no vamos a tener ninguna dificultad en compartir nuestras riquezas terrenales con los hermanos a quienes amamos. Al contrario, nuestra ayuda resaltará en generosidad y gozo.
Como vemos, la cruz de Jesucristo, además de salvarnos de la condenación del pecado y hacernos renacer en nueva vida, también transforma nuestra relación con el mundo y con los demás siervos de Dios. Que pensemos no en imitar el mundo sino en transformarlo en Cristo Jesús.