La primera mitad del capítulo cuenta una de las parábolas más escandalosas del libro. Compara Jerusalén a una olla inmunda y herrumbrosa que no será purificada hasta que sea calentada a alta temperatura. Nos sorprende y aun nos debe enfermar la completa separación entre los símbolos de la parábola (una olla hervida a alta temperatura, los huesos y la carne y hasta la olla misma quemados) y la tragedia humana de ver su ciudad de origen devastada por el ataque militar y el fuego. Esos huesos, esa carne… ¡son de sus familiares y sus compañeros! Y serán consumidos en el fuego con todo el resto de la ciudad con ninguna reacción humana de parte de Dios, como si uno encendiera un fuego para preparar un caldo.
Me acuerdo de la primera vez que vi las fotos en el internet de la destrucción de Nueva Orleans por el huracán Katrina. Lloré amarga y profundamente. Sólo viví en esa ciudad por un año; tenía unos pocos familiares que todavía vivían allá, pero al ver la destrucción me sentí que algo se había desgarrado en mi ser. Fue una
tragedia más allá de la descripción por los que tenían que sobrevivirla, algo que les marcó de allí en adelante toda la vida.
También me acuerdo de estar en Honduras pocos meses después del Huracán Mitch. Las palabras no pueden expresar la destrucción y el sufrimiento de los
que sobrevivieron esa tragedia; diez años después las lágrimas todavía le llegan a los ojos de los que la tuvieron que vivir.
En Ezequiel 24 tenemos esa clase de tragedia, la misma tragedia que motivó las expresiones de profundo dolor del libro de Lamentaciones, pero aquí… ¡no hay reacción humana de parte de Jehová! La falta de humanidad en los símbolos de la destrucción de Jerusalén aun ofende. Y Jehová subraya su reacción justa y dura al decir: Yo Jehová he hablado; vendrá, y yo lo haré. No me volveré atrás, ni tendré misericordia, ni me arrepentiré; según tus caminos y tus obras te juzgarán, dice Jehová el Señor (Ezequiel 24:14).
Esta parábola va a provocar una de dos reacciones en nosotros (y en los exiliados): o nos vamos a alejar de Jehová, ofendidos y amargados, o lo vamos a temer más. O nos vamos a enojar con el Dios que rehúsa ser conformado a nuestra imagen, o vamos a reconocer que es justo: no tolera el pecado, ni hace excepción de personas que lo cometen. ¿Nos atrevemos a pecar contra el Dios que tiene que castigar el pecado con la justicia imparcial?