Hechos 11 prepara el lugar por la clara respuesta de que sí, la obra del Espíritu entre los gentiles es válida. Después de que Pedro repasa los detalles de la conversión de Cornelio, pregunta: Si Dios, pues, les concedió también el mismo don que a nosotros que hemos creído en el Señor Jesucristo, ¿quién era yo que pudiese estorbar a Dios? Entonces, oídas estas cosas, callaron, y glorificaron a Dios, diciendo: ¡De manera que también a los gentiles ha dado Dios arrepentimiento para vida! (Hechos 11:17-18) No es por accidente que dice las palabras “Dios” o “Señor” cinco veces en sólo dos versículos. Que no haya duda de que la extensión del evangelio a los gentiles y esta nueva iglesia es la obra de él.
Todavía el libro de Hechos nos va a informar de la iglesia en Jerusalén, pero note que la atención relativa que le ponen los capítulos siguientes empieza a disminuir. Seguimos los viajes de Pablo a más ciudades de los gentiles donde se revela que el poder del Espíritu Santo no encuentra restricciones geográficas. Aun en una ciudad entregada al paganismo como Corinto, Jesucristo le va a aparecer a Pablo en una visión de noche para decir: No temas, sino habla, y no calles; porque estoy contigo, y ninguno pondrá sobre ti la mano para hacerte mal, porque yo tengo mucho pueblo en esta ciudad (Hechos 18:9-10). Esta desubicación geográfica es parte del plan del Señor que les había mandado a sus discípulos: Me seréis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaria, y hasta lo último de la tierra (Hechos 1:8).
Muchos anhelamos la seguridad geográfica. Encontramos un lugar que llamamos “hogar”, nos establecemos, lo embellecemos y eventualmente nos identificamos tanto con esas paredes que difícilmente pensamos vivir en otra parte. No es malo el deseo por la seguridad geográfica: acuérdese que muchas de las promesas de Dios se tratan de plantar a su pueblo en un lugar geográfico estable. Pero nuestro anhelo aún más básico y profundo es una ciudad mejor, celestial: la ciudad que tiene fundamentos, cuyo arquitecto y constructor es Dios (Hebreos 11:10, 16). Allá los cristianos tenemos nuestra verdadera ciudadanía (Filipenses 3:20). Por eso, nuestra desubicación geográfica, aunque incómoda, no nos desespera, porque puede ser parte del plan de Dios para que testifiquemos de nuestro Señor Jesucristo, aún a lo último de la tierra.