Aun en estos tres primeros capítulos tenemos casi un desfile de personas que dan testimonio acerca de Jesucristo. Empieza con el mismo apóstol Juan: Pues la ley por medio de Moisés fue dada, pero la gracia y la verdad vinieron por medio de Jesucristo (Juan 1:17). Luego testifica Juan el bautista: He aquí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo (Juan 1:29). Andrés le cuenta a su hermano Simón Pedro: Hemos hallado al Mesías (Juan 1:41), y Felipe le dice a Natanael: Hemos hallado a aquel de quien escribió Moisés en la ley, así como los profetas: a Jesús, el hijo de José, de Nazaret (Juan 1:45).
No sólo los hombres testifican de Jesucristo sino que sus milagros lo revelan también. Por eso en el evangelio de Juan muchos son llamados “señales”: Este principio de señales hizo Jesús en Caná de Galilea, y manifestó su gloria; y sus discípulos creyeron el él (Juan 2:11). Y aun aquí temprano en su ministerio se hace referencia al milagro más glorioso que va a revelar su identidad: Y los judíos respondieron y le dijeron: ¿Qué señal nos muestras, ya que haces esto? Respondió Jesús y les dijo: Destruid este templo, y en tres días lo levantaré. Dijeron luego los judíos: En cuarenta y seis años fue edificado este templo, ¿y tú en tres días lo levantarás? Mas él hablaba del templo de su cuerpo (Juan 2:18-21).
Y todos estos testimonios y milagros son dirigidos al fin de que el lector (u oyente) crea en él: Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna. Porque no envió Dios a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo sea salvo por él (Juan 3:16-17). El que cree en el Hijo tiene vida eterna; pero el que rehúsa creer en el Hijo no verá la vida, sino que la ira de Dios está sobre él (Juan 3:36).