“Aconteció después, que él iba a la ciudad que se llama Naín” (Lucas 7:11). Es la única vez que se menciona este pueblo en la Biblia. Era un pueblo pequeño entre muchos pueblos pequeños, y si no fuera por este evento que está por pasar, nadie hoy le haría caso. Cuando leo sobre Naín pienso en los muchos pueblos pequeños en mi estado, pueblos que no tienen fama ni ningún impacto en la corriente diaria de la historia… en cambio, ¡parece que la historia pasa por encima de ellos sin hacerles caso! Pienso en muchos pueblos por los cuales he pasado en México o en Honduras, sólo para bajar la velocidad un poco antes de continuar a las ciudades más importantes. Hay casas, gente, animales y todas las demás evidencias de que son hogares para muchas familias pero a la vez, si les pregunta a la gran mayoría de los que viven alrededor: ¿Has visitado al pueblo X? pausarían un momento para identificarlo, y luego dirían: No. Sé dónde está; lo paso en camino a la ciudad, pero no conozco a nadie que viva allá. No tengo motivo para pararme allá.
¡Las buenas noticias son que el Señor les hace caso, los conoce, los visita y aún hace milagros entre ellos!
“E iban con él muchos de sus discípulos, y una gran multitud. Cuando llegó cerca de la puerta de la ciudad, he aquí que llevaban a enterrar a un difunto, hijo único de su madre, la cual era viuda; y había con ella mucha gente de la ciudad” (Lucas 7:11-12). Dos multitudes en caminos opuestos, por motivos diferentes, que se desconocían. Un encuentro no planeado… sino por Dios.
¡Qué tristeza sufría esta mujer! Se le había desfallecido su esposo, su mejor compañero, su apoyo, el con quien había soñado una larga vida de felicidad juntos. Y ahora acaba de morir su hijo único, el a quien criaba desde el vientre, el a quien vio crecer con gozo y con esperanza, el único apoyo que le quedaba. La presencia de tanta gente en su entierro debe haber sido de gran apoyo emocional, pero a la vez, ¿cómo podría quitarle el dolor doble que se sentía? ¿Quiénes podrían tranquilizar la ansiedad que se sentía sobre su futuro, sola y pobre?
“Y cuando el Señor la vio, se compadeció de ella” (Lucas 7:13). ¡El Señor del universo, el Cristo, el Deseado de las naciones, se compadeció de esta viuda adolorida de un pueblo sin importancia! Su compasión no tiene frontera; alcanza aún a los lugares más desconocidos y a la gente más desamparada. Y que la gloria sea siempre a su nombre, porque cuando Lucas dice que se compadeció de ella, no refiere a una emoción sola sino una emoción que siempre se manifiesta en acción.
“Y le dijo: No llores” (Lucas 7:13). Note que Jesús le ministra a su dolor emocional primero, e inmediatamente sigue por resolver su necesidad física. Claro que en ese momento mismo no entiende por qué le dice: No llores (¿una lección cruel? ¿por querer decir algo cuando no tiene palabras para consolar?), pero la compasión de Jesús se manifiesta primero en esta atención y toque emocional. No simplemente se presenta para demostrar su poder; empieza a ministrar por el enlace de la compasión. Que nunca nos olvidemos de la compasión primero cuando les ministramos a los demás.
“Y acercándose, tocó el féretro; y los que lo llevaban se detuvieron” (Lucas 7:14). No usaban ataúdes como nosotros hoy. El féretro habría sido una tabla de madera con que llevaban el cadáver cubierto completamente con una sábana, a la vista de todos presentes. ¡Qué atrevido sería el parar la procesión funeraria! Si uno se alterara tanto por el llanto que se quería acercar al cadáver con gritos y sollozos en negación de la muerte, tal vez se entendería esta acción pero, ¿que un desconocido saliera de una multitud forastera para dirigirse a la viuda y luego parar la procesión funeral? ¡Qué atrevimiento! ¿Qué está por pasar? ¿Y por qué desea tocar un féretro inmundo por la presencia del cadáver encima?
“Y dijo: Joven, a ti te digo, levántate” (Lucas 7:14). Si su primer atrevimiento fue grande, éste aún más. ¿“A ti te digo”? ¿Quién tiene este poder, sino Dios?
“Entonces se incorporó el que había muerto, y comenzó a hablar” (Lucas 7:15). ¡Quién se habría imaginado! ¡Una procesión funeraria convertida en presentación de la resurrección!
“Y lo dio a su madre” (Lucas 7:15). ¡De repente se convirtió el doble de tristeza al doble de gozo! Imagine la recepción de su hijo otra vez con vida, junta con el reconocimiento de la misericordia inaudita que le ha concedido el Señor.
“Y todos tuvieron miedo, y glorificaban a Dios, diciendo: Un gran profeta se ha levantado entre nosotros; y: Dios ha visitado a su pueblo” (Lucas 7:16). Para medir y entender este milagro, el pueblo vuelve a los grandes ejemplos del Antiguo Testamento. Lo que acaban de ver les acuerda de Elías que resucitó al hijo de la viuda de Sarepta de Sidón (1 Reyes 17:17-24) o de Eliseo que resucitó al hijo de la sunamita (2 Reyes 4:18-37). Dios ha visitado a su pueblo de nuevo por un gran profeta a la estatura de estos dos varones de Dios.
“Y se extendió la fama de él por toda Judea, y por toda la región alrededor” (Lucas 7:17). La fama de Jesús continúa a crecer por la evidencia de su poder… y de su compasión.